Retrato de una mujer en llamas: Me veo verme

Análisis de películas
Publicado: 22 Abril 2020
Escrito por Jorge Rodríguez Patiño

La pulsión escópica en Retrato de una mujer en llamas

Háganse un favor y vean cuanto antes Retrato de una mujer en llamas (Portrait de la jeune fille en feu, Céline Sciamma, Francia, 2019). Se trata de una película terriblemente bien realizada y es visualmente brutal. Además cuenta con estupendas actuaciones y una de las mejores fotografías de los últimos tiempos, la cual logra evocar con gran precisión la pintura de la época en la que transcurre el filme.

La fotógrafa Claire Mathon hace un magistral uso del cuadro. Su dominio de la luz y del color es verdaderamente extraordinario: composiciones precisas, un buen aprovechamiento del campo visual y una gran sensibilidad le confieren a cada fotograma una delicada belleza. Ya sea en interior o exterior, día o noche, cada imagen es sorprendente en si misma y supera a la anterior.

Otro aspecto relevante es la manera en que la realizadora, Céline Sciamma, aborda el deseo de mirar y ser mirado. El filme nos muestra de forma constante la relación que existe entre el ojo y la mirada en función del deseo, así como de la obra pictórica como una forma de alimentar el apetito del ojo.

Desde el inicio, la realizadora plantea la importancia de la mirada: Marianne (Noémie Merlant) se coloca como modelo de sus estudiantes de arte: su posición es la de un objeto para ser representado. Por supuesto, hay cierto componente narcisista en el acto de posar para sus alumnas y dejarse representar por ellas. Después de todo, captar una mirada es tomar conciencia de ser mirado.

Para Lacan la pintura tenía un efecto seductor, pero también pacificador. Lo mismo doma la mirada, que alimenta su voracidad.

«La mirada opera en una suerte de descendimiento, descendimiento de deseo, sin duda, pero, ¿cómo decirlo? En él, el sujeto no está del todo, es manejado a control remoto. […] se trata de una especie de deseo al Otro, en cuyo extremo está el dar-a-ver. ¿En qué sentido procura sosiego ese dar-a-ver -a no ser en el sentido de que existe en quien mira un apetito del ojo? Este apetito del ojo al que hay que alimentar da su valor de encanto a la pintura.

»La pintura tiene algo de doma-mirada, esto es, que el que mira una pintura siempre se ve obligado a deponer la mirada. El pintor, al que debe estar ante su cuadro, le da algo que, al menos, en toda una parte de la pintura podría resumirse así: ¿Quieres mirar? Pues bien, ¡ve eso!».[1]

retrato de una mujer en llama artista pintando

Como tal, la pulsión escópica consta de tres fases: ver, verse, ser visto. El sujeto se percibe como objeto que sacia la mirada del otro.

Dicho de otra forma, cuando el sujeto se hace consciente de que el otro lo mira, surge en él el deseo irrefrenable de dar-a-ver. Ese Otro que me mira, se agita en mi interior y alienta mi deseo de ser mirado. La mirada del Otro inquieta, su recorrido causa movimiento.

En su ensayo filosófico, El Ser y la Nada, Sartre nos presenta el siguiente ejemplo: un sujeto va por el pasillo de un hotel, se detiene ante una puerta y mira por el ojo de una cerradura. Mientras lo hace, se percata de la presencia de un otro que lo observa. Un otro que es externo y que provoca que el sujeto se perciba a sí mismo «siendo observado».

A partir de ese momento, el sujeto ya es algo distinto. Ahora es ese objeto que se encuentra en el extremo de la mirada del otro, objeto que el otro mira y juzga. Dicho de otra forma, la mirada del prójimo cambia las perspectivas de su mundo, las reordena. Esto le permite, a su vez, reconocerse como sujeto. Antes, solamente un cuerpo, un pedazo de carne, un conjunto de órganos. «Un sujeto todavía no existente»[2] que se constituye como sujeto cuando se encuentra con el otro que, mediante, el lenguaje le nombra; es decir, un Otro que lo significa.

Ahora bien, en Sartre, el punto de partida de la mirada es el otro que existe más allá del observado. Lacan plantea un sujeto ubicado de una forma diferente. Para ello nos plantea lo siguiente:

«La joven parca dice: "me veía verme"».

¿Dónde se encuentra ubicada la joven parca para verse a si misma viéndose? ¿En el sujeto que observa o en el que es observado?

Se nos sugiere una estructura circular de la mirada:

«En el fondo de mi ojo se pinta un cuadro, el cuadro está en mi ojo, pero yo estoy en el cuadro. Lo que es luz me mira y en el fondo de mi ojo algo se pinta. El correlato del cuadro es el punto de mirada».

boceto en retrato de una mujer en llamas

¿El sujeto se encuentra dentro o fuera del cuadro? Céline Sciamma se aventura a darnos una respuesta: En ambos y en ninguno.

Mientras está posando, Héloïse (Adèle Haenel) le dice a Marianne:

«Estamos en el mismo lugar. Exactamente el mismo lugar. Ven acá. Acércate. Observa: cuando tú estás allá mirándome, ¿yo a quién miro?».

Se trata de un doble juego. La mirada de Marianne permite representar a Héloïse, pero también le permite representarse a si misma. El retrato no es el retrato, el retrato es quien lo pinta.

Esto mismo nos es sugerido en una secuencia posterior, cuando Marianne se retrata a si misma, en un homenaje a La Venus del espejo. En este caso, la pintora coloca el espejo a la altura del pubis de Héloïse. Se ve a si misma mirándose, mientras es observada por su amante.

De este modo, Céline Sciamma nos presenta las relaciones que existen entre el ojo, la mirada y el deseo con relación a la pintura.

Más adelante, cuando Marianne mira el vestido de Héloïse ardiendo al haber sido alcanzado por las llamas de la fogata, lo que ve es su propio deseo. Después de todo, el sujeto y el deseo nacen por la mirada.

«La mirada tiene una doble dimensión: gozosa y deseante. Hay un goce en la mirada, goce del sujeto de mirar. La mirada, en este sentido, es a la vez objeto y causa de un deseo. ¿Y el goce? Basta recordar que en ocasiones se mira lo que supuestamente no se quería ver...pero que buscamos ver. La mirada, también, se encuentra en el equívoco que somos, entre la tensión infinita e irresoluble que se revela entre la mirada del Uno y la mirada del Otro. Esa que es ejemplificada bellamente por Las meninas de Velázquez: Mirada que no solo mira, sino que muestra, que es mirada».[3]

De acuerdo a Freud, el deseo de mirar se dirige, antes que nada, al propio cuerpo, dando origen a la fascinación por mirarnos. No obstante, para la construcción subjetiva se requiere también de la presencia —mirada— del otro. Cuando el sujeto tiene conciencia de la presencia del otro se vuelve consciente de sí mismo. De esta forma, el deseo de mirarse se traslada a ser mirado por otros. La posición del sujeto ha cambiado, no obstante el deseo sigue siendo el mismo.

Al principio, Marianne mira furtivamente a Héloïse, tratando de memorizar sus rasgos para poder pintarla. Cuando Héloïse se ve a si misma en la pintura terminada, no se reconoce, del mismo modo que Marianne no logra verse en el boceto que hace su alumna.

escena observando en el retrato de una mujer en llamas

Según Lacan, «el sujeto se presenta como otro que no es y lo que se le da a ver no es lo que quiere ver». [4] Por su parte, Borges decía: «No sé cuál es la cara que me mira cuando miro la cara del espejo».

Decepcionada por la forma en que Marianne la ha pintado, Héloïse decide darle una segunda oportunidad. En esta ocasión, se deja mirar, se muestra a Marianne con el propósito de saciar su mirada. Se entrega a si misma como alimento al ojo de la pintora. Ambas, Marianne y Héloïse, se reconocen en la mirada de la otra.

Por otro lado, la mirada, al estar afuera —un afuera que se constituye en el lugar del Otro— funciona causando deseo. Héloïse desea colocarse en el punto de llegada de la mirada de Marianne y colmar su visión, tal y como sucede en la secuencia final, cuando Marianne la contempla furtivamente —como al principio— mientras ella escucha la pieza de Vivaldi. Sabemos, sin embargo, que lo que mira Héloïse no es a la orquesta en el escenario —significativamente, nosotros tampoco la vemos—, sino que su vista está puesta en su interior, en aquel recuerdo de Marianne tocando ese mismo fragmento melódico en el clavicordio.

Así mismo, la pintura puede ser entendida, en el filme, como el deseo de retención de la vida, de inmortalizar lo fugaz —el romance que sostienen Héloïse y Marianne dura lo que las flores en el jarrón—. Se trata de una manera de evitar toda pérdida, en tanto fusiona recuerdo, imagen, instante y le otorga la ilusión de eternidad.

«¿No es el cristalizar una imagen, precisamente, controlar de algún modo lo incontrolable, creer que se selecciona lo que se quiere que el otro mire, sin percatarnos, que es precisamente el Otro quien determina lo mirado? Una cristalización del orden de la singularidad. De lo singular».[5]

Finalmente, el conflicto que se plantea en el filme surge de la contraposición entre dos formas de mirar: la visión femenina de los personajes y la del hombre que las define. Después de todo, cabe recordar que la mirada no es el ojo; este es tan solo la manifestación de la mirada.

escena de retrato de una mujer en llamas

Podemos encontrar una representación de esto mismo en la siguiente frase de Lacan: «No es una mirada vista, sino una mirada imaginada por mí en el campo del Otro [...] presencia del otro en tanto tal».

En resumen, uno puede sentirse mirado por alguien cuyos ojos, incluso cuya apariencia, ni siquiera se percibe. Marianne pinta para ella, pero el encargo original es agradar a la mirada del prometido de Héloïse.

A pesar de que no se les ve, los hombres que definen y deciden sobre las vidas de las protagonistas dejan sentir su presencia a cada instante: el hombre que ha embarazado a Sophie (Luàna Bajrami), el padre de Marianne, el esposo de La Condesa (Valeria Golino) o el hombre con el que Héloïse deberá casarse en contra de su voluntad. En ese sentido, son como el encrespado mar que rodea la casa que habitan.

Todos lo artistas ofrecen sus productos a las pupilas del espectador. Al respecto,

Retrato de una mujer en llamas nos enseña que la mirada es objeto y causa de un deseo, que hay instantes que se capturan en la memoria y otros que permanecen plasmados en una pintura.


[1] Lacan, J (1964) El seminario de Jacques Lacan; libro 11: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Buenos Aires, Paidós.
[2] Lacan, J (1962-1963) El seminario de Jacques Lacan; libro 10: La angustia. Buenos Aires, Paidós. p.35
[3] Otto Berdiel R. La fotografía: una historia de la mirada. Política y Psicoanálisis.
[4] Lacan, J (1964) Op. Cit.
[5] Otto Berdiel R. Op. Cit.

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