Crítica: Diamantes en bruto

Crítica
Publicado: 05 Febrero 2020
Escrito por Jorge Rodríguez Patiño

La gran apuesta de Adam Sandler

Con Diamantes en bruto (Uncut Gems, Estados Unidos-Suecia-Reino Unido, 2019) los hermanos Benny y Josh Safdie han logrado crear una obra bastante consistente, donde forma y fondo se corresponden de tal modo que al espectador le resulta imposible mantenerse indiferente a lo que ocurre en pantalla.

El ritmo del filme es trepidante de principio a fin y la atmósfera lo mismo resulta soez que asfixiante. Siempre intensa, por momentos esta obra nos recuerda el cine de John Cassavettes y de un joven Martin Scorsese, quien funge en esta película como Productor Ejecutivo.

Pero, probablemente, su mayor virtud está en la forma en la que nos muestra ese mundo sórdido y bullicioso en el que se mueve Howard Ratner, el protagonista de la historia. Ratner es un carismático joyero de Nueva York que es adicto a la adrenalina y cuya vida gira en torno a las apuestas y la usura.

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El mundo que logran conjurar los hermanos Safdie no solo es verosímil, sino que también es hipnótico y convulso, un abismo negro que nunca devuelve la mirada pero nos arrastra hasta sus entrañas. El espectador pronto se ve arrojado a escenarios colmados de angustia y carentes de sentido, y no puede sino sentirse impotente e indefenso.

Los diálogos son frenéticos. No solo eso, sino que los personajes se la pasan hablando al mismo tiempo, por lo que la única forma de hacerse escuchar es alzando la voz más que el otro. Por instantes, incluso, parece que todo el filme es una gran improvisación, pero en realidad está bastante calculado. Todos gritan, todos quieren expresarse. Nadie escucha: Diamantes en bruto da muy poco margen para escuchar con calma. Antes, por el contrario, genera una atmósfera confusa e incomoda que, junto con la música hipnótica de Daniel Lopatin —mejor conocido por su alias, Oneohtrix Point Never— logra la manipulación perfecta.

Pero esto es solo uno de los múltiples recursos que emplean los hermanos Safdie para jugar con el espectador e irlo conduciendo justo a donde ellos quieren. También tenemos la fotografía del grandioso Darius Khondji, quien sale de su zona de confort y nos ofrece imágenes en apariencia ásperas y desaseadas, pero que son de un enorme atractivo. Acostumbrado a la óptica corta —regularmente de gran angular o 50mm— y una estética casi siempre exquisita, Khondji recurre, en esta ocasión, al uso de telefotos, el alto contraste y el forzado del negativo para reventar el grano y dar un aspecto sucio a la imagen. Las texturas y sombras enrarecen el ambiente, ya de por si sofocante, y contribuyen a distancia aun más al espectador.

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Por su parte, los personajes tampoco contribuyen mucho a hacerlo sentir bienvenido, sino que provocan un rechazo a priori. Pronto, el espectador se descubre con el impulso de querer gritarle a la pantalla, ya sea para hacer que los personajes se callen o para insultarlos por la forma en la que se conducen, por las decisiones que toman.

Ahora bien, el espectador puede irritarse, sentirse desesperado, frustrado por no poder intervenir y detener esa vorágine que presencia, pero, al igual que Howard Ratner, es incapaz de darle la espalda a los acontecimientos. Hay algo en el filme que resulta fascinante, si bien es difícil explicar qué es. Lo único cierto es que el argumento está trazado de tal forma que, a pesar de no dar respiro, alienta siempre la curiosidad del espectador y lo hipnotiza, casi del mismo modo que el ópalo que se muestra en el filme.

Progresivamente, el ritmo se va acelerando. Sin darse cuenta, los últimos quince minutos, el espectador los pasa sentado en el borde del asiento, sintiendo cómo el corazón se acelera durante el juego de baloncesto. En ese momento, experimenta, en carne propia, lo que el protagonista siente. Pero, contrario a nosotros, los espectadores, a Ratner se le va la vida en ello. Para él no se trata de ganar o perder dinero. Su apuesta en realidad está en no morir.

Howard Ratner tiene la vida empeñada. Sus deudas son astronómicas y sus acreedores lo acosan constantemente. Su vida pende de un hilo. No obstante, confía en su astucia y su carisma para salir adelante, para ganar un minuto más, una hora más, un día más. Así, se la pasa empeñando dinero que no es suyo, traficando mercancía que no le pertenece, endeudándose con todo el que se deje. Por que, al final, el dinero —así como el ópalo—, por más fascinantes y atractivos que resulten, carecen de importancia. Son tan solo un medio para alcanzar un fin, pero ese fin el mismo Ratner lo desconoce.

El fin es la adrenalina. El juego por el juego. De ahí que sus ganancias nunca sean para saldar sus deudas, sino para apostar más. En eso consiste su error trágico. Howard Ratner es demasiado voraz para detenerse. Cree que siempre podrá sacar ventaja, aunque se la pase robando minutos de vida al destino.

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Ratner no es arrastrado por ningún abismo negro. Él es el abismo negro. No hay luz al final de su túnel, sino que está empeñado en devorarlo todo o morir en el intento. Por lo mismo, no hay en el mundo una cantidad suficiente que termine satisfaciéndolo. En ese sentido, Ratner no es un personaje que esté buscando absolución. Tampoco es un criminal arrepentido o uno que esté planeando un último trabajo para retirarse a vivir el resto de sus días en paz. Simplemente, seguirá apostando, asumiendo riesgos cada vez mayores hasta que un día se encuentre con la horma de su zapato. Esa es su verdadera apuesta. Ganar o morir. Lo demás no importa.

Por supuesto, en este caso, ganar no consiste en una retribución económica sino en retrasar el momento de la muerte. Dicho de otro modo, para Ratner la vida es como una ruleta rusa. Al final, si la juegas por tiempo suficiente, la bala termina en tu cabeza. La adrenalina de no saber si ese será su último día es lo que hace latir su corazón. Esa es la vida que ha elegido. La única que tiene sentido para él. Y la única forma de salir de ese juego no es ganando sino muriendo.

No quiero terminar la nota sin hablar de la magnífica actuación de Adam Sandler. Su trabajo no solo es admirable, es espectacular. Es una lástima que no haya recibido todo el reconocimiento que se merece, aunque, sin duda, el reconocimiento de la opinión popular se lo ha ganado.

Finalmente, solo me queda decir que pocas películas logran lo que Diamantes en bruto: retratar con precisión ese aspecto de la vida que no es agradable ni bello, ni devuelve la fe en la humanidad, sino todo lo contrario. La película es una gran apuesta y aunque resulta por momentos cáustica y sórdida, está tan bien realizada que el espectador termina siendo el verdadero ganador, aunque, ciertamente, al final se encuentre tan abrumado que no se sienta como uno.

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